Después de ver la película documental El Infierno Vasco, del director Iñaki Arteta, uno no se queda indiferente. Es acercarse por un momento a conocer el drama humano y político de algunas personas que han tenido que exiliarse huyendo del asesinato, la extorsión, el aislamiento social o las imposiciones lingüísticas. Esos testimonios son sólo una muestra de las decenas de miles que existen. Se trata del exilio, como en los peores tiempos de las dictaduras y eso en una sociedad que, al menos formalmente, se supone democrática.
La opinión pública es más o menos sensible al asesinato, al atentado que cometen los terroristas y que salta a las primeras páginas de los periódicos. Sin embargo, se ignora el drama continuo que viven durante años las víctimas, los familiares o quienes se saben blancos de posibles futuros atentados. Pero eso no es todo. En el País Vasco hay un virus que hace que quienes ejercen su libertad de pensar y opinar o quienes no cumplen los requisitos exigidos por el entorno nacionalista, sean marginados, rechazados y aislados. Unos ponen las bombas y los disparos, otros lo justifican, otros miran para otro lado, otros callan por miedo, algunos lo enfrentan y muchos también lo sufren. Fuera del País Vasco la opinión pública no valora la gravedad y la magnitud de esta situación. Incluso los intereses de algunos partidos políticos nacionales hacen que el asunto no se afronte, prefiriendo mantener buenas relaciones con los nacionalistas para unos posibles pactos egoístas que enfrentar la ignominia y aplicar soluciones políticas.
El Infierno Vasco debería ser más visto en España, empezando por los políticos. Este sería un buen contenido de la asignatura de Educación para la Ciudadanía, mejor que los adoctrinamientos políticamente correctos de turno.